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lunes, 19 de febrero de 2018

La sujeción del liberalismo al conservadurismo a los ojos del triángulo de Hayek

Uno de los problemas con que debe lidiar el liberalismo, cuando no es manipulado en forma extrema, es su asociación con el conservadurismo para oponerse a los objetivos colectivistas que plantea el socialismo. Este matrimonio por conveniencia que identifica Friedrich Hayek en su ensayo post scritum "Por qué no soy conservador", de su obra "Los fundamentos de la libertad", en la práctica ha sido dejado de lado por quienes dicen ser liberales, especialmente a la hora de marcar sus diferencias con las posturas conservadoras dentro de la arena del debate político-ideológico.
El esquema hayekiano del triángulo liberalismo-conservadurismo-socialismo contiene mucho de autocrítica a la forma en que los liberales han llevado a cabo la exposición de sus ideas en su lucha contra las doctrinas socialistas, siendo lo ocurrido en la cultura política latinoamericana un ejemplo de cómo el liberalismo terminó siendo cooptado, engullido, absorbido por las ideas de los conservadores.
Hayek parte reconociendo que "los defensores de la libertad no tienen prácticamente más alternativa, en el terreno político, que apoyar a los llamados partidos conservadores", por lo que plantea el latente peligro que esto significa para el liberalismo o las posiciones libertarias, pues -tarde o temprano- el registro histórico enseña que estas corrientes terminan siendo absorbidas por el espectro conservador y tradicionalista, especialmente en América Latina, donde el término liberalismo ha llegado a tomar posiciones de extrema derecha, plegándose a la defensa valórica del conservadurismo.
Hayek sostiene que el liberalismo fue reemplazado por el socialismo en el fantasma que amenaza los intereses del conservadurismo y su reacción a todo cambio o reforma en la sociedad. Esto lo lleva a reconocer la heterogeneidad de las posiciones liberales, identificando una de raigambre europea, cuya consecuencia de sus acciones es la de allanar el camino a las doctrinas socialistas. Parte de esta posición de eterno retorno, al parecer, también es planteada en América Latina, particularmente en Chile, donde se indica que un "tibio" liberalismo ha abierto la puerta a la "hegemonía" de las ideas socialistas a nivel económico, político, social y cultural.
"La filosofía conservadora, por su propia condición, jamás nos ofrece alternativa ni nos brinda novedad alguna. Tal mentalidad, interesante cuando se trata de impedir el desarrollo de procesos perjudiciales, de nada nos sirve si lo que pretendemos es modificar y mejorar la situación presente. De ahí que el triste sino del conservador sea ir siempre a remolque de los acontecimientos. Es posible que el quietismo conservador, aplicado al ímpetu progresista, reduzca la velocidad de la evolución, pero jamás puede hacer variar de signo al movimiento. Tal vez sea preciso "aplicar el freno al vehículo del progreso"; pero yo, personalmente, no concibo dedicar con exclusividad la vida a tal función. Al liberal no le preocupa cuán lejos ni a qué velocidad vamos; lo único que le importa es aclarar si marchamos en la buena dirección. En realidad, se halla mucho más distante del fanático colectivista que el conservador. Comparte este último, por lo general, todos los prejuicios y errores de su época, si bien de un modo moderado y suave; por eso se enfrenta tan a menudo al auténtico liberal; quien, una y otra vez, ha de mostrar su tajante disconformidad con falacias que tanto los conservadores como socialistas mantienen", precisa Hayek.
Estas líneas reflejas varios elementos en la forma de enfrentarse a la realidad política por parte de los llamados liberales. En primer lugar está una postura de abierto pragmatismo, al declarar que lo importante para un liberal es marchar en lo que se estima es "la buena", dirección, la cual evidentemente no es el cambio que propone el socialismo. Sin embargo, varias experiencias de liberalismo latinoamericano, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX, terminaron más permeados tanto al conservadurismo como al socialismo, por lo que se vieron objeto de críticas de las posturas del "auténtico" liberalismo, desde donde hay un mayor blindaje al accionar conservador, especialmente si se mantiene inmune a cuotas de poder, tanto económico como estatal.
El esquema triangular de Hayek, cuyos vértices representan el conservadurismo, socialismo y liberalismo ofrece un grado de flexibilidad para comprender las relaciones que se dan entre estas fuerzas político-ideológicas, tanto en la sociedad política como al interior de la sociedad civil, el cual supera el básico enfoque de ubicar a estas tres fuerzas en un esquema de tres tercios (derecha-centro-izquierda).
El triángulo se mueve constantemente en sus vértices, según Hayek, quien identifica ciertos periodos en que el conservadurismo se acerca al socialismo aceptando parte de sus postulados, cayendo en una "vía intermedia" que es criticada por el economista austriaco, cuya tesis aún perdura en los llamados liberales clásicos, quienes también nos hablan en la actualidad de que las fuerzas conservadoras tácita o implícitamente aceptan las lógicas redistributivas de los socialistas. Pero esta crítica también afecta al propio liberalismo, con casos históricos en que también caen en el intercambio de ideas con el socialismo. Ocurre que para el liberalismo ortodoxo, denominado por Hayek como "auténtico", no existen las vías intermedias, por lo que una síntesis al estilo hegeliano entre liberalismo y socialismo es inconcebible, demostrando de paso que hay un apego dogmático a la razón de la ilustración, donde no se aceptan medias tintas: Se es liberal 100% o no se es, puesto que el ideario del liberalismo -en teoría- debe tener claros sus objetivos propios, basados en la praxeología de Von Mises, que se sustenta en el análisis de la acción humana bajo objetivos concretos y determinados.
Es así como podemos entender que, si bien las posiciones del conservadurismo se concentren en la defensa de tradiciones, para el liberalismo esto no tiene una mayor relevancia, siempre y cuando convengan, apunten o se acerquen a los objetivos que este ideario quiere materializar en la sociedad. Pero hay un tronco en común entre el liberalismo y los conservadores: su creencia dogmática en el orden espontáneo, omitiendo el elemento del dominio en las sociedades, siendo este un elemento al cual al liberalismo se le hace difícil despegarse del conservadurismo, pese a que efectivamente difieren en el grado de apertura de la evolución de las instituciones económicas y políticas.
Hayek señala que "los conservadores sólo se sienten tranquilos si piensan que hay una mente superior que todo lo vigila y supervisa; ha de haber siempre alguna autoridad que vele por que los cambios y las mutaciones se lleven a cabo "ordenadamente". Sin embargo, el liberalismo económico de la escuela neoclásica le asigna a la razón un rol sobredimensionado, con lo cual también quedan sujetos a un dirigismo, especialmente de tipo tecnocrático que trasciende los otros procesos dentro de la sociedad, dando espacio también a cierta dosis de autoritarismo para llevar a cabo medidas económicas sobre los intereses de los individuos y grupos sociales. Este tipo de racionalidad es la que justamente decide quién, entre los ciudadanos, debe ocupar puestos privilegiados en la sociedad, sobre la base de esa razón tecnocrática, siendo algo que se opone al mismo pensamiento de la apologética de Hayek al liberalismo, quien sostiene que el liberal es un escéptico "que per­mite a cada uno buscar su propia felicidad por los cauces que estima más fecundos".
A partir de los postulados hayekianos es posible advertir que en ciertos momentos históricos han sido las propias fuerzas del liberalismo las que han desaparecido del mapa político y social, en vez de haber profundizado sus objetivos doctrinarios cuando están cercanos al vértice del conservadurismo. Un ejemplo de ello fue la dictadura de Pinochet en Chile, donde las corrientes liberales fueron absorbidas por el conservadurismo, en cuyo interior solo quedó el residuo de la administración económica como una representación reduccionista del liberalismo. Existen análisis liberales que culpan de esta situación al acercamiento del conservadurismo con el socialismo, no asumiendo sus responsabilidades al dejarse absorber por los primeros, particularmente al quedarse en silencio frente a las coacciones de un régimen autoritario (sobre los cuerpos de opositores, o en el campo moral y religioso), lo que se contradice con el credo que el mismo Hayek pone en su ensayo: "el liberal, en abierta contraposición a conservadores y socialistas, en ningún caso admite que alguien tenga que ser coaccionado por razones de moral o religión". Es más, los principios políticos del liberalismo tienden a expandirse más en los acercamientos con el vértice del socialismo, en su vertiente socialdemócrata u ordoliberal y no termina subsumida tanto como lo hace con el conservadurismo.
Hayek reconoce que los principios del liberalismo se unen a las reacciones del conservadurismo frente a los cambios que se proponen realizar desde el Estado, especialmente bajo ideas socialistas, dejando escapar fenómenos a los cuales los liberales se oponen, como el proteccionismo o la defensa corporativa de ciertos sectores productivos por sobre otros, tema en el cual la crítica de los liberales no sale con mayor fuerza a la luz pública, particularmente en el caso de las sociedades latinoamericanas.
Por mucho que hayek haya elaborado una argumentación bastante clara respecto a las diferencias entre el liberalismo y las fuerzas conservadoras, en la práctica los autodenominados liberales en Latinoamérica provienen, en gran parte de los casos, de culturas conservadores, con dosis de autoritarismo, nacionalismo y chauvinismo patriotero, a las cuales incorporan una visión del liberalismo hacia lo económico. Por eso no es extraño ver expresiones que, en la batalla de las ideas, recurran a la argumentación contra "ideologías extranjeras" que son antichilenas, antiargentinas, y así sumando.
"El repugnar lo foráneo y el hallarse convencido de la propia superioridad inducen al individuo a considerar como misión suya civilizar a los demás y, sobre todo, civilizarlos, no mediante el intercambio libre y deseado por ambas partes que el liberal propugna, sino imponiéndole "las bendiciones de un gobierno eficiente", señala Hayek. En el caso de Chile, por ejemplo, en los últimos años han surgido ramificaciones del gremialismo de la derecha, que aglutina conservadurismo valórico, corporativismo estatal y liberalismo económico, que propugnan movimientos que giran en torno a conceptos como "libertad, patria y nación civilizada", como se ha planteado a través del ex candidato presidencial José Antonio Kast, uno de los representantes de esta hibridación.
Como conclusión Hayek afirma que la palabra liberal "da lugar a continuas confusiones", debido a la heterogeneidad con que se ha construido este ideario en diversas culturas a nivel internacional, siendo diferente lo que se entiende por liberalismo en Europa, Estados Unidos y en América Latina.
En este escenario las conclusiones del economista austriaco en su ensayo resultan contundentes y casi atemporales: "En consecuencia, debemos reconocer que actualmente ninguno de los movi­mientos y partidos políticos calificados de liberales puede considerarse liberal en el sentido en que yo he venido empleando el vocablo. Asimismo, las asociaciones mentales que, por razones históricas, hoy en día suscita el término seguramente dificultarán el éxito de quienes lo adopten. Planteadas así las cosas, resulta muy dudoso si en verdad vale la pena intentar devolver al liberalismo su primitivo significado. Mi opinión personal es que el uso de tal palabra sólo sirve para provocar confusión si previamente no se han hecho todo género de salvedades, siendo por lo general un lastre para quien la emplea­".
El problema está, a nuestro juicio, en que el acercamiento teórico del liberalismo para ilustrar a los individuos ha seguido al pie de la letra la advertencia de desidia de Hayek, en cuanto a que el teórico liberal deba prescindir de hacer recomendaciones para la acción política, dejando este espacio a manos de los conservadores que han aprovechado esta experiencia históricamente, a través del autoritarismo, la coacción sistemática y la instauración de orden jurídicos más alejados de lo que se conoce como la sociedad abierta.
"La filosofía conservadora puede ser útil en la práctica, pero no nos brinda norma alguna que nos indique hacia dónde, a la larga, debe­mos orientar nuestras acciones", dice Hayek, demostrando que la permanente impotencia que deberían tener los "auténticos liberales", al dejar que el conservadurismo se apropie en la práctica de lo político, por mucho que el economista austriaco apele a una norma que oriente los intereses del liberalismo, el cual también demuestra sentirse menos incómodo en este tipo de situaciones políticas en la actualidad.

viernes, 9 de febrero de 2018

El tiempo de la política en Rancière: Una coordenada para emanciparse

La idea del tiempo ha cambiado de la mano de la postmodernidad y de la fase global del capitalismo junto a sus sistemas de dominio. Este trazado ha sido abordado en los trabajos de Jacques Rancière, filósofo francés que propone un reordenamiento en la lógica de los relatos que han reemplazado la anterior idea de los relatos universales propios de la ilustración.
Es lo que el pensador denomina como el tiempo de la política, donde identifica el principio de la imposibilidad como uno de sus principales rasgos: Las relatos emancipadores son arrojados a un terreno de prohibición, especialmente en el campo simbólico. La utopía es acercada con mayor fuerza con la enajenación, es desterrada a la anormalidad, como algo que no es lo suficientemente racional, por lo que se le califica de "ideológico", siendo un descalificativo que se aplica sistemáticamente desde la apologética del liberalismo económico reduccionista.
Rancière, a diferencia de las posturas de ciertas corrientes liberales no habla del poder sin el complejo  del reduccionismo liberal que solamente lo aprecia y concentra en el Estado. Para el filósofo, las clases dominantes, en concomitancia con el aparato estatal, se presentan como pedagogos que se encargan de mostrar lo compleja que es la realidad para no dar cabida a las demandas emancipatorias, quien se resiste a esta clase de racionalidad es considerado un ignorante o un ideologizado.
Desde esta perspectiva hay un tiempo-espacio construido al que no pueden acceder ciertas categorizaciones de hombres, especialmente los que desempeñan los trabajos subordinados, abarcando desde los primeros prisioneros de guerra (prisioneros políticos) hasta los asalariados modernos. No hay un tiempo ni un espacio común para las convivencias de distintas identidades, quedando su distribución al arbitrio de las necesidades de producción y del consumo de los servicios que se han derivado del primer campo.
Es en este terreno en que el llamado mercado global tiene una forma de abarcar la temporalidad a partir de una necesidad histórica, invirtiendo a favor de sus intereses los postulados críticos hechos  por Marx. Por lo tanto, hablar de mercado significa hablar de dominio, de una sujeción a la emancipación. Según Rancière el entrecruzamiento de los mercados presiona para reducir la concepción de la libertad a favor del sometimiento al accionar del mercado y a sus leyes de temporalidad que va estructurando, las cuales también se relacionan con el surgimiento de dos realidades que moldean al individuo por medio del consumo: la mercancía y el espectáculo, cuya interacción es la que también determina los intereses de la mayoría o el individualismo de masa.
La actividad política se concentra también bajo la idea del acceso al consumo, como un interés trascendental que mueve a los grupos de individuos en su accionar. Aquí el tiempo es el que otorga un marco referencial de actuación, lo que se verifica con los discursos de las autoridades políticas y económicas a la hora de postergar demandas económicas de otros grupos, apelando al principio discursivo de que no están los tiempos económicos para aumentar los salarios, ni para crear regulaciones, ni para responder a otros tipos de exigencias en educación, salud y previsión social. La famosa tesis de la "trampa de los países de ingresos medios" es un ejemplo del dictamen unilateral de un tiempo político que se niega a aceptar en sus marcos las necesidades históricos de emancipación puesto que, al señalar que aún no se ha desarrollado suficientemente un mercado que sea capaz de producir suficiente riqueza, no se puede dar cabida a nuevas presiones para el gasto social.
Esto es lo que provoca un relato de la repetición, en que estas condiciones de existencia se reproducen sin ruptura, donde encuentra espacio un relato catastrófico que, en la mayoría de los casos, termina siendo funcional al proceso de culturización del capitalismo. La posición catastrófica también acoge la manifestación de un nihilismo radical, como sucedió -según el análisis de Rancière- en los movimientos de protesta ocurridos en los países desarrollados, los cuales posteriormente fueron reinterpretados para dar paso a nuevas formas de capitalismo, particularmente con las demandas de creatividad e innovación que fueron captadas después como modalidades de management, profundizando criterios de autonomía personal y de iniciativas descentralizadas.
Hay otras formas de temporalidad, como los intervalos que son creados cuando individuos y colectivos vuelven a negociar sus maneras de ajustar su tiempo a los compases y ritmos de la dominación.
Rancière plantea que las protestas y nuevas demandas sociales que realizan movimientos contra la autoridad en algunos casos históricos han logrado profundizar las dinámicas capitalistas, al concentrarse en superar ciertas incrustaciones de poderes tradicionales dentro de las estructuras que forma el capital. Si estas barreras son disipadas por el accionar de los movimientos organizados es posible dejar un camino más abierto y, por ende, profundo para el desenvolvimiento del capital y la ley del mercado.
La posición catastrófica inherente al nihilismo radical es un relato de esta concepción de tiempo que va acoplada al ritmo de la producción global, donde todo avanza a una velocidad convergente: la producción, el consumo, la comunicación y la circulación de las imágenes. Esta formación del tiempo, como necesidad global, descansa en un comportamiento entre los que no tienen que ocuparse de las asuntos comunes. Se relaciona con un dominio que establece una organización del tiempo de lo común, a través de la producción y el consumo de las mercancías para los individuos, no dejando espacio para otras manifestaciones.
La organización de la dominación prescribe los compases y ritmos del consenso y las agendas de corto y de largo plazo. Tiende a hegemonizar y homogeneizar todas las formas de temporalidad bajo su control, administrando y no dejando espacio para la proyección. La administación debe hablar de largo plazo solo para consolidarse en un tiempo cortoplacista, razón por la cual instala una idea aparente del largo plazo para consolidar el inmediatismo de su dominio. De acuerdo a Rancière esta  dominación tiene una agenda que se ocupa de los efectos más que las causas.
El tiempo de la política supone una razón imperante que tiene pretensiones explicativas universalizantes de integración y exclusión del orden social que va configurando, desde maestros a seguidores. Esto es lo que Rancière identifica como uno de los rasgos que explican la diferencia de las inteligencias, lo que forma parte también de su concepto del tiempo de la igualdad.
En este contexto, Rancière habla de des-explicar las cosas para avanzar hacia la emancipación, mediante la palabra compartida que debe insertarse en los tiempos creados por la dominación, con otras lógicas del compartir, de interaccionar, independientemente de los supuestos temporales del orden del mercado. Son nuevos caminos de creación del saber para compartir y no de reproducción del saber con la idea de establecer jerarquías. Se trata, en debidas cuentas, de superar el principio de establecerse como un sabio a partir de la ignorancia que se le atribuye al contrincante en política, para arribar a un tipo de saber circulante y que sea compartido. Ese es el tiempo de la política que entendemos a partir del análisis rancierano.